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viernes, 24 de mayo de 2013

MAS ALLÁ DEL MURO DEL SUEÑO - H. P. LOVECRAFT

MAS ALLÁ DEL MURO DEL SUEÑO
H. P. LOVECRAFT

Me pregunto a menudo si la mayoría de la humanidad se ha parado alguna vez a pensar en la enorme importan­cia que a veces tienen los sueños, y en el oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayor parte de nuestras vi­siones nocturnas no son quizá más que débiles y fantásti­cos reflejos de nuestras experiencias vigiles ——en contra de lo que sostiene Freud con su simbolismo pueril—, hay sin embargo algunas cuyo carácter extramundano y eté­reo permite una interpretación excepcional, y cuyo efecto vagamente emocional e inquietante sugiere posi­bles atisbos de una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de dicha vida por una barrera infranqueable. Según mi experien­cia, no cabe duda de que el hombre, una vez perdida la conciencia terrena, reside en una vida incorpórea muy distinta de la vida que conocemos, de la qué, al despertar, sólo perduran los recuerdos más ligeros y confusos. De estos recuerdos fragmentarios y brumosos pueden infe­rirse muchas cosas, aunque es poco lo que se puede demostrar. Es posible adivinar que en la vida onírica, lo
que la tierra entiende por vitalidad y materia no son realidades necesariamente constantes; y que el tiempo y el espacio no existen tal como nuestro yo vigil los com­prende. A veces creo que esta vida menos material es nuestra vida más auténtica, y que nuestra vana presencia en el globo terráqueo es en sí misma un fenómeno secun­dario o meramente virtual.
Despertaba yo, una tarde del invierno de 1900-1, de una ensoñación juvenil colmada de divagaciones de este género, cuando ingresaron en la institución estatal para enfermos mentales en la que trabajo como interno al hombre cuyo caso me ha venido obsesionando de manera incesante desde entonces. Su nombre, según figura en su historial médico, era Joe Slater, o Slaader, y su aspecto era el del típico habitante de la región de Catskill Moun­tain: uno de esos descendientes extraños y repugnantes de una raza de campesinos coloniales cuyo aislamiento durante casi tres siglos en una región montañosa y poco transitada les ha hundido en una especie de bárbara de­generación, en vez de progresar con sus hermanos mas afortunadamente asentados en distritos con cierta densi­dad de la población. Entre esas gentes extrañas, que equi­valen justamente al elemento decadente de la «chusma blanca» del sur, no existe la ley ni la moral; y su nivel mental se encuentra sin duda por debajo del de cualquier sector de la población nativa americana.
Joe Slater, que llegó a la institución bajo la vigilante custodia de cuatro policías estatales y fue calificado de persona sumamente peligrosa, no dio muestras de peli­grosidad alguna la primera vez que le vi. Aunque de estatura bastante superior a la media, y de constitución algo musculosa, tenía un absurdo aspecto de inofensiva estupidez debido al azul pálido y soñoliento de sus ojillos aguanosos, su barba rala, descuidada y amarilla, y un grueso labio inferior que le colgaba con indiferencia. Se desconocía su edad, ya que estas gentes carecen de censos vecinales y de lazos familiares permanentes; pero por la calvicie de la parte delantera de su cabeza, y el estado de deterioro de sus dientes, el cirujano jefe le inscribió como hombre de unos cuarenta años.
Por los informes médicos y judiciales nos enteramos de cuanto se había podido recoger sobre su caso; este hom­bre, vagabundo, cazador y trampero, había sido siempre un extraño a los ojos de sus primitivos camaradas. Solía dormir más de lo corriente; y al despertar hablaba a menudo de forma tan singular sobre cosas que nadie sabia, que inspiraba temor aun en los corazones de un populacho sin imaginación. No es que su lenguaje fuese insólito en absoluto, pues jamás hablaba si no era en el degradado dialecto de su ambiente; pero el tono y tenor de sus expresiones eran de tan misteriosa extravagancia, que nadie podía escucharle sin aprensión. Por lo general, él mismo se mostraba tan aterrado y perplejo como, sus oyentes, y una hora después de despertar había olvidado cuanto había dicho, o al menos las razones que le habían impulsado a decirlo, cayendo en una normalidad bovina, semiafable, como la de los demás habitantes de los mon­tes.
A medida que Slater se fue haciendo mayor, al parecer, sus aberraciones matutinas se hicieron más frecuentes y violentas; hasta que alrededor de un mes antes de su llegada a la institución sucedió la espantosa tragedia que motivó su detención. Al despertar un mediodía del pro­fundo sueño en que cayera sobre las cinco de la tarde del día anterior a causa de una orgía de whisky, el hombre empezó de repente a proferir unos aullidos tan espanto­sos y terribles, que atrajeron a varios vecinos a su choza:
una pocilga inmunda donde convivía con una familia tan indescriptible como él. Saliendo precipitadamente a la nieve, alzó los brazos y comenzó a dar saltos en el aire, gritando que quería llegar a una «cabaña grande, grande, de techo, paredes y suelo resplandecientes, y una música lejana y singular». Cuando trataron de sujetarle dos hombres de regular estatura, se debatió con fuerza ma­níaca, gritando que quería y necesitaba buscar y matar a cierto «ser que brilla y tiembla y se ríe». Finalmente, tras derribar a uno de los que le sujetaban con un golpe repentino, se abalanzó sobre el otro en un demoníaco y san­guinario frenesí, gritando de forma enloquecedora que saltaría «muy alto y abrasaría cuanto se opusiera a su paso>>.
La familia y los vecinos habían huido aterrados; y al regresar los más valerosos, Slater había desaparecido, dejando tras él una masa pulposa e irreconocible que una hora antes había sido un ser humano. Ninguno de los montañeses se había atrevido a seguirle, y probable­mente se hubieran alegrado si hubiese muerto de frío; pero cuando, días después, oyeron sus alaridos en un barranco lejano, comprendieron que había logrado so­brevivir, y que, de una forma o de otra, había que elimi­narle. A continuación se había organizado una cuadrilla de búsqueda que (fueran cuales fuesen sus intenciones) se convirtió en pelotón del sheriff cuando uno de los miembros de la escasa policía montada del estado vio casualmente a los buscadores, les interrogó y se unió finalmente a ellos.
Al tercer día encontraron a Slater inconsciente en el hueco de un árbol, y lo llevaron a la cárcel más próxima, donde lo reconocieron los alienistas de Albany tan pronto como volvió en si. Les contó una historia muy simple. Dijo que una tarde, hacia la puesta de sol, se había acostado después de haber bebido en exceso. Se había despertado de pie en la nieve, delante de su cabaña, con las manos ensangrentadas y el cadáver destrozado de su vecino Peter Slader a sus pies. Horrorizado, había echado a correr hacia los bosques en un vago esfuerzo por huir de la escena de lo que sin duda había sido su crimen. Aparte de esto, parecía no saber nada más; el experto en interrogatorios tampoco pudo sacar en claro un solo dato más.
Esa noche Slater durmió tranquilo, y a la mañana si­guiente despertó sin ningún síntoma particular, salvo cierta alteración en su modo de hablar. El doctor Bar­nard, que había estado observando al paciente, creyó notar en sus ojos azul pálido cierto brillo especial, y una tirantez en sus labios fláccidos apenas perceptible, como debida a una determinación inteligente. Pero al interro­garle, Slater cayó de nuevo en su habitual embotamiento de montañés, y se limitó a repetir lo que había dicho el día anterior.
     Al tercer día por la mañana ocurrió el primero de los ataques mentales del hombre. Tras manifestar ciertos síntomas de desasosiego durante el sueño, estalló en un acceso frenético tan tremendo que hicieron falta cuatro hombres para ponerle la camisa de fuerza. Los alienistas escucharon sus palabras con profunda atención, dada la enorme curiosidad que habían despertado en todos ellos las sugestivas historias, casi todas contradictorias e incoherentes, que habían contado su familia y sus veci­nos. Slater estuvo desvariando durante más de un cuarto de hora, balbuceando en su tosco dialecto sobre verdes edificios de luz, océanos de espacio, extrañas músicas, y montes y valles sombríos. Pero sobre todo, se demoró hablando de cierta entidad misteriosa y resplandeciente que temblaba y reía y se burlaba de él. Esta entidad, inmensa y vaga, parecía haberle infligido un daño terri­ble, y era su deseo supremo matarla en triunfal venganza. Para lograrlo, decía, ascendería por encima de los abis­mos del vacío, abrasando cuantos obstáculos se interpu­sieran en su camino. Por esos derroteros corría su dis­curso, cuando cesó de la forma más inesperada. Se apagó en sus ojos el fuego de la locura, se quedó mirando con asombro a sus interrogadores, y les preguntó por qué le tenían atado. El doctor Barnard le quitó el arnés de cuero y no se lo volvió a poner hasta la noche, en que logró convencer a Slater para que se lo colocara voluntaria­mente, por su propio bien. El hombre había admitido ahora que a veces hablaba de manera extraña, aunque no sabía por qué.
En el curso de una semana sufrió dos ataques más, aunque los doctores no lograron averiguar nada. Sin em­bargo, especularon extensamente sobre el origen de las visiones de Slater, ya que, como no sabía leer ni escribir, y .al parecer no había oído contar jamás una sola leyenda ni cuento de hadas, su espléndida imaginación resultaba totalmente inexplicable. El hecho de que el desventu­rado lunático se expresara sólo en su lenguaje simple probaba claramente que aquello no lo había sacado de ninguna fábula ni mito conocidos. Desvariaba sobre cosas que no entendía ni era capaz de interpretar; cosas que él pretendía saber, pero que no podía haber conocido a través de un relato coherente y normal. Los alienistas coincidieron muy pronto en que el fundamento de su perturbación estaba en sus sueños anormales; sueños cuya viveza podía llegar a dominar por completo, durante un rato, la mente vigil de este hombre básicamente inferior . Slater fue juzgado por homicidio con el debido rigor, se le absolvió a causa de su demencia, y fue inter­nado en la institución en la que yo ocupaba una modesta plaza.
He dicho ya que soy un constante especulador sobre la vida onírica, de modo que es fácil imaginar la ansiedad con que me dediqué al estudio del nuevo paciente, tan pronto como comprobé la veracidad de su caso. El pare­ció percibir cierta simpatía en mí, consecuencia sin duda del interés que yo no podía ocultar, y de la manera afable con que le preguntaba. No llegó a reconocerme nunca durante sus ataques, en los que yo escuchaba con el aliento contenido sus descripciones caóticas, aunque cósmicas; pero me conocía en sus horas de tranquilidad, cuando permanecía sentado junto a su ventana enrejada, trenzando cestos de paja y de sauce, tal vez con el pensa­miento puesto en la libertad de las montañas que quizá no volvería a disfrutar. Su familia no fue jamás a visitarle; probablemente porque había encontrado a otro jefe temporal, según es costumbre en esas gentes decadentes de las montañas.
Poco a poco, empecé a sentir una abrumadora admira­ción por las locas y frenéticas concepciones de Joe Slater. En si mismo, el hombre era lastimosamente inferior, tanto desde el punto de vista mental como lingüístico; pero sus visiones espléndidas y gigantescas, aunque des­critas en una jerga bárbara e incoherente, eran de tal naturaleza que sólo un cerebro excepcional y superior sería capaz de concebir. ¿Cómo, me preguntaba a me­nudo, la embotada imaginación de un degenerado de Catskill era capaz de evocar visiones cuya sola posesión implicaba una latente chispa de genio? ¿Cómo había po­dido alcanzar un rústico palurdo nada menos que una idea de esas regiones luminosas y excelsas del espacio de las que hablaba Slater en sus furiosos delirios? Cada vez me sentía más inclinado a creer que en la personalidad que se humillaba ante mí se encontraba el núcleo pertur­bado de algo que escapaba a mi entendimiento, de algo que estaba infinitamente más allá de la comprensión de mis colegas más expertos, aunque médica y científica­mente menos imaginativos que yo.
Y sin embargo, no conseguía sacar nada en concreto de este hombre. El resumen de toda mi investigación era que Slater vagaba o flotaba en una especie de vida Onírica semicorporal por espléndidos y prodigiosos valles, prados,  jardines, ciudades y palacios de luz, en una región ilimitada y desconocida para el hombre; que allí no era un campesino y un degenerado, sino una criatura importante y de vida intensa que se desenvolvía de forma orgullosa y dominante, y sólo la obstaculizaba determinado enemigo mortal, una entidad visible al parecer, aunque de consti­tución etérea y carente de forma humana, ya que Slater jamás la mencionaba como si fuese un hombre ni cosa alguna, sino como el ser. Y este ser le había infligido a Slater alguna clase de daño espantoso pero desconocido, del que el maníaco (si es que era maníaco) ansiaba ven­garse.
Por el modo en que Slater aludía a sus relaciones, supuse que él y el ser luminoso se habían enfrentado en igualdad de condiciones; que en su existencia onírica, el hombre era también un ser luminoso de la misma raza que su enemigo. Esta impresión la confirmaban sus frecuentes referencias a volar por el espacio y abrasar ideas se interpusiese en su camino. No obstante, tales ideas las formulaba en unos términos rudimentarios y totalmente inapropiados para expresarlos, circunstancia que me llevó a la conclusión de que si existía efectiva­mente un mundo onírico, el lenguaje oral no era su medio de transmisión de pensamientos. ¿Sería quizá, que el alma soñadora que habitaba este cuerpo inferior estaba luchando desesperadamente por decir cosas que la lengua simple y defectuosa de la torpeza no era capaz de expresar? ¿Acaso me encontraba ante emanaciones intelectuales que podían explicar el misterio, con tal de que fuese yo capaz de aprender a descubrirlas y leerlas? No dije nada de todo esto a los médicos mayores que yo, pues la madurez es escéptica, cínica, y está poco dispuesta a aceptar ideas nuevas. Además, el di­rector de la institución me había advertido última­mente, con su tono paternal, que trabajaba demasiado; que mi cabeza necesitaba descansar.
Yo tenía desde hacia tiempo la convicción de que el pensamiento humano está compuesto fundamental­mente de emociones moleculares capaces de conver­tirse en ondas o radiaciones de energía como el calor, la luz y la electricidad. Esta creencia me había llevado muy pronto a pensar en la posibilidad de establecer comunicación telepática o mental por medio de un apa­rato adecuado, y en mis tiempos de la universidad ha­bía confeccionado un juego de aparatos transmisores y receptores, en cierto modo semejantes a los volumino­sos artilugios utilizados en la telegrafía sin hilos de esa época rudimentaria anterior a la radio. Los había pro­bado con un compañero de estudios, aunque no había conseguido ningún resultado positivo; luego los había empaquetado y arrinconado, junto con otros chismes científicos, por si me hacían falta más adelante.
Ahora, en mi intenso deseo de sondear la vida oní­rica de Joe Slater, busqué estos instrumentos otra vez, y me pasé varios días reparándolos para ponerlos en funcionamiento. Cuando los tuve a punto nuevamente, no perdí ocasión de probarlos. Cada vez que Joe Slater sufría un acceso, acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía, efectuando constantes y delica­dos ajustes para distintas e hipotéticas longitudes de onda de energía mental. Yo tenía muy poca idea, caso de que se produjera dicha transmisión, de cómo las señales mentales emitidas despertarían una respuesta inteligente en mi cerebro; pero estaba convencido de que podría percibirías e interpretarlas. De modo que seguí adelante con mis experimentos, aunque sin informar a nadie de su naturaleza.
Y el veintiuno de febrero de 1901, ocurrió. Al pen­sar en ello ahora, después de tantos años, me doy cuenta de lo inverosímil que parece, y a veces me pre­gunto si el doctor Fenton no tenía razón cuando lo atribuyó todo a mi excitada imaginación. Recuerdo que me escuchó con gran amabilidad y paciencia cuando se lo conté, pero después me dio unos polvos sedantes, y me concedió medio año de vacaciones, de las que em­pecé a disfrutar a la semana siguiente.
Aquella noche fatídica me sentía enormemente in­quieto y preocupado, ya que a pesar de los excelentes cuidados que Joe Slater recibía, se moría de manera inequívoca. Quizá era la nostalgia de su libertad en las montañas lo que le consumía; o puede que el trastorno de su cerebro se había vuelto demasiado agudo para poderlo soportar su organismo indolente; el caso es que la llama de la vitalidad se iba apagando en aquel cuerpo decadente. Cayó en un sopor al acercarse el final, y al anochecer se sumió en un sueño inquieto.
No le puse la camisa de fuerza, como era costumbre cuando dormía, ya que le vi demasiado débil para que se pusiese peligroso, aun cuando sufriera un acceso de violencia antes de expirar. Pero ajusté en su cabeza y en la mía los dos extremos de mi «radio» cósmica, esperando, contra toda esperanza, un primer y último mensaje del mundo de los sueños, en el escaso tiempo que quedaba. En la celda, con nosotros, estaba un en­fermero, un tipo mediocre que no entendía el objeto de mi aparato, ni se le ocurrió preguntarme qué estaba  haciendo. Pasadas algunas horas, le vi inclinar pesada­mente la cabeza vencido por el sueño, pero no le mo­lesté. Yo mismo, sosegado por las rítmicas respiracio­nes del hombre sano y del moribundo, empecé a cabe­cear poco después.
El rumor de una melodía lírica y misteriosa me des­pabiló. Cuerdas, vibraciones, armonías extáticas reso­naban apasionadamente en todas partes, en tanto que, ante mis ojos arrobados, irrumpía un prodigioso espec­táculo de absoluta belleza. Muros, columnas y arqui­trabes de fuego viviente resplandecían cegadores alre­dedor del lugar donde yo parecía flotar en el aire, y se elevaban hasta una cúpula de altura infinita e indescriptible  esplendor. Mezclándose con este alarde de radiante magnificencia, o más bien suplantándolo perió­dicamente en calidoscópica rotación, surgían fugaces vi­siones de inmensas llanuras y valles graciosos y altísi­mas montañas y grutas seductoras, todo ello adornado con los atributos más encantadores que mis fascinados ojos eran capaces de concebir, aunque formado de una sustancia plástica, esplendorosa y etérea, que partici­paba tanto del espíritu como de la materia. Mientras miraba, me di cuenta de que en mi propio cerebro estaba la clave de estas encantadoras metamorfosis; pues cada paisaje que se me aparecía era el que mi mente cambiante deseaba contemplar. En medio de es­tas regiones elíseas, yo no era un extraño; pues cada visión y sonido me era familiar; como lo había sido antes, durante innumerables evos de eternidad, y lo seguiría siendo eternamente en el futuro.
Luego se acercó el aura resplandeciente de mi her­mano de luz y entabló un coloquio conmigo, de alma a alma, en mudo y perfecto intercambio de pensamien­tos. Era la hora del triunfo inminente; pues, ¿acaso no iba a escapar al fin para siempre mi compañero de la periódica y degradante esclavitud, y se disponía a seguir al maldito opresor hasta los supremos campos del éter, desde los cuales podía lanzar una venganza cósmica y abrasadora capaz de hacer estremecer las esferas? Estu­vimos flotando así algún tiempo, hasta que, percibí un leve emborronamiento de los objetos que nos rodea­ban, como si una fuerza me llamase a la tierra... que era adonde menos deseaba yo ir. La forma que estaba cerca de mi pareció sentir el mismo cambio también, ya que gradualmente llevó su discurso hacia una conclusión, se dispuso a abandonar el escenario, y desapareció de mi vista algo menos rápidamente de como lo habían hecho los demás objetos. Intercambiamos unos cuantos pen­samientos más, y supe que el ser luminoso y yo debía­mos volver a la esclavitud, aunque para mi hermano de luz sería la última vez. Casi consumido su doloroso caparazón terrestre, mi compañero tardaría menos de una hora en liberarse, y estar en disposición de perse­guir al opresor a lo largo de la Vía Láctea y más allá de las estrellas, hasta los mismos confines del infinito. Un impacto muy definido separa mi impresión final del evanescente escenario luminoso respecto de mi sú­bito y algo avergonzado despertar y enderezamiento en la silla, al ver moverse de manera vacilante la agónica figura de la cama. En efecto, Joe Slater se estaba des­pertando, aunque quizá por última vez. Al observarle con más atención, vi que en sus flacas mejillas brillaban unas manchas de color que nunca había tenido. Sus labios, también, parecían extraños: los tenía muy apre­tados, como por la fuerza de un carácter más enérgico que el que siempre había manifestado el paciente. Por último, empezó a ponérsele la cara tensa, y volvió la cabeza desasosegadamente y con los ojos cerrados.
No desperté al enfermero dormido, sino que volví a ajustarle el casco de mi «radio» telepática, que se le había ladeado ligeramente, dispuesto a captar cualquier mensaje de despedida que el soñador pudiera emitir. De pronto, volvió la cabeza con energía hacia mi, con los ojos abiertos, y me quedé mirándole con asombro. El hombre que había sido Joe Slater, el decadente de Catskill, me observaba con ojos luminosos y dilatados cuyo azul parecía haberse vuelto sutilmente más profundo. En aquella mirada no se percibía rastro alguno de locura ni de degeneración, y tuve la certeza de que estaba viendo un semblante tras el que había una mente activa de primer orden.
En esta coyuntura, mi cerebro tuvo conciencia de estar recibiendo una influencia firme y externa. Cerré los ojos para concentrar más profundamente mis pen­samientos, y vi recompensado este esfuerzo por el co­nocimiento positivo de que mi tanto tiempo anhelado mensaje mental había llegado al fin. Cada idea transmi­tida adquirió forma rápidamente en mi mente; y aun­que no se utilizó ningún lenguaje real, mi habitual aso­ciación de concepción y expresión fue tan grande que me pareció recibir el mensaje en inglés ordinario.
Joe Slater ha muerto —me llegó la voz paralizadora de un agente de más allá del muro del sueño. Mis ojos abiertos buscaron el lecho del dolor con horrorizada curiosidad, pero los ojos azules aún me miraban sere­namente, y el semblante aún estaba animado por la inteligencia—. Es mejor que haya muerto, ya que no estaba preparado para contener el intelecto activo de una entidad cósmica. Su cuerpo grosero no ha podido soportar los ajustes necesarios entre la vida etérea y la vida planetaria. Era demasiado animal, demasiado poco humano; sin embargo, gracias a su deficiencia, has lle­gado tú a descubrirme, ya que las almas cósmicas y las planetarias no deberían encontrarse jamás. El ha sido mi tormento y mi prisión diurna durante cuarenta y dos de vuestros años terrestres.
«Soy una entidad como aquella en la que tú mismo te conviertes cuando duermes libremente sin sueños. Soy tu hermano de luz, y he flotado contigo por los valles resplandecientes. No me está permitido hablar al yo vigil de tu ser real; pero somos vagabundos de los espacios inmensos y viajeros de los vastos períodos de tiempo. Quizá, el año próximo, esté yo morando en el Egipto que vosotros llamáis antiguo, o en el imperio cruel de Tsan Chan, que llegará dentro de tres mil años. Tú y yo hemos vagado por los mundos que giran en torno al rojo Arctu­rus, y hemos vivido en los cuerpos de los filósofos-insectos que se arrastran orgullosos sobre la cuarta luna de Júpiter. ¡ Qué poco conoce el yo terrestre la vida y sus dimensiones! ¡Qué poco, en efecto, debe saber, para su propia tranquilidad!
«No puedo hablar del opresor. Los de la tierra habéis notado inconscientemente su lejana presencia... voso­tros, que sin saberlo disteis ociosamente el nombre de Algol, la estrella del Demonio a ese faro parpadeante. Durante evos interminables he intentado en vano en­frentarme y vencer al opresor, retenido por ataduras corporales. Esta noche voy como una Némesis por­ tando justa y abrasadoramente la venganza cataclísmica. Mírame en el cielo, muy cerca de la estrella del Demonio.
«No puedo seguir hablando, ya que el cuerpo de Joe Slater se está quedando frió y rígido, y el tosco cerebro está dejando de vibrar como yo quiero. Has sido mi único amigo en este planeta, la única alma que me ha sentido y me ha buscado en la repugnante forma que yace en este lecho. Nos veremos otra vez, quizá en las brillantes brumas de la Espada de Orión, quizá en una meseta desolada del Asia prehistórica, quizá en sueños no recordados esta noche, o bajo alguna otra forma, en los evos venideros, cuando el sistema solar haya dejado de existir».
En ese instante se interrumpieron bruscamente las ondas de pensamiento, y los pálidos ojos del soñador
—¿o debo decir del hombre muerto?— comenzaron a vidriarse como los de un pez. Medio estupefacto, me acerqué a la cama y le cogí la muñeca, pero la encontré fría, rígida, sin pulso. Volvieron a palidecer las mejillas, y se abrieron los gruesos labios revelando los dientes repulsivamente corroídos del degenerado Joe Slater. Me sacudió un escalofrío; eché una manta sobre el ros­tro espantoso, y desperté al enfermero. Luego salí de la celda y me fui en silencio a mi habitación. Sentía un inexplicable y repentino deseo de dormir y soñar cosas que no debo recordar.
¿El clímax? ¿Qué informe puramente científico’ puede presumir de tal efecto retórico? Me he limitado a consignar ciertos hechos que considero reales, para dejar que vosotros los interpretéis a vuestro gusto. Como he reconocido ya, mi director, el doctor Fenton, niega que sea real lo que he relatado. Jura que sufrí una crisis nerviosa, y que necesitaba muchísimo esas largas vacaciones pagadas que tan generosamente me conce­dió. Me asegura por su honor profesional que Joe Sla­ter era un paranoico profundo, cuyas fantásticas ideas debían provenir de toscas historias que siempre se transmiten de generación en generación, aun en las comunidades más decadentes. Todo eso me dice... sin embargo, no puedo olvidar lo que vi en el cielo, la noche siguiente a la muerte de Slater. Para que no me creáis un testigo parcial, dejo que otra pluma añada este testimonio final, que quizá aporte ese clímax que esperabais. Cito literalmente la reseña sobre la estrella Nova Persei de las páginas de esa eminente autoridad en astronomía que es el profesor Garret P. Serviss:
«El 22 de febrero de 1901, el doctor Anderson de Edimburgo descubrió una nueva y maravillosa estrella, no muy lejos de Algol. Hasta ahora, no se había visto estrella alguna en ese punto. Dentro de veinticuatro horas, la desconocida había adquirido tal brillo que había superado el resplandor de Capella. En el plazo de una semana o dos, había menguado visiblemente, y en el curso de unos meses apenas se distinguía a simple vista>>.






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